lunes, 21 de noviembre de 2011

La esperanza viaja en barco: 70 años de la llegada del vapor Sinaia a Veracruz


En la mañana del 23 de mayo de 1939, en el puerto francés de Séte, comenzaron a abordar el buque Sinaia —acondicionado apresuradamente para ampliar su capacidad de pasajeros— mil 599 personas que huían de los terrores de la guerra. Se trataba de refugiados españoles que habían salido de su patria unos meses atrás ante el avance de las fuerzas franquistas sobre los territorios del norte de la península, cuando se libraban las últimas batallas de la Guerra Civil española.


Sinaia es el nombre de la población donde se encuentra el castillo de Peles, la antigua residencia de la familia real de Rumania. La reina María amadrinó, a principios de los años veinte del siglo pasado, la botadura de un buque bautizado con ese nombre. A partir de entonces, el vapor Sinaia inició una larga serie de viajes que lo llevaron a recorrer numerosos rincones del mundo. En sus planchas de metal se escribieron historias de migrantes entre Marsella y Nueva York, de peregrinaciones musulmanas a La Meca, de expediciones nudistas recorriendo el Mediterráneo, de soldados franceses en su regreso a casa; pero, a finales de la primavera de 1939, fue el escenario de una historia de solidaridad y esperanza.


Tres años antes, el Frente Popular, en el que convergían todos los partidos de izquierda, había ganado las elecciones. Con ese respaldo político, el gobierno español puso en marcha una serie de reformas, que ya se perfilaban desde el establecimiento de la Segunda República en 1931, tendentes a transformar las estructuras sociales, económicas y políticas del país: reforma agraria y laboral, modernización educativa, reducción de la presencia de la Iglesia en asuntos públicos, etcétera.


Tales medidas incrementaron la división entre los distintos sectores de la sociedad, lo que llevó a España a la guerra civil, que dio inicio el 18 de julio de 1936, cuando las guarniciones fascistas del ejército, encabezadas por Emilio Mola, Gonzalo Queipo de Llano, José Sanjurjo y Francisco Franco, se sublevaron contra la República y proclamaron el estado de guerra. En un contexto de efervescencia política e ideológica que antecedió al inicio de la Segunda Guerra Mundial, los rebeldes lograron el apoyo de la Italia de Benito Mussolini y de la Alemania de Adolfo Hitler; por su parte, los republicanos fueron respaldados por la Unión Soviética y por México.


El gobierno mexicano, presidido por Lázaro Cárdenas, abogó porque el tema español fuera tratado en la Sociedad de las Naciones, pues había adquirido relevancia internacional. Además del respaldo diplomático, México envió armas y alimentos al frente de batalla; algunos mexicanos enriquecieron las Brigadas Internacionales, cuerpos voluntarios de combate a favor de la República y en contra del fascismo; asimismo, el gobierno cardenista se ofreció como intermediario entre España y otros países para la obtención de armamento.


Pero quizá la manifestación de solidaridad más significativa y de mayor trascendencia que el gobierno mexicano ofreció a los republicanos fue convertir a nuestro país en lugar de asilo para miles de personas durante y al final del conflicto. En 1937 ocurrió el primer traslado de refugiados: 461 niños —catalanes y valencianos en su mayoría— enviados por el gobierno republicano fueron recibidos en el puerto de Veracruz y ubicados en la capital de Michoacán; éstos serían conocidos como Los niños de Morelia.


Durante los meses siguientes no se registró arribos notables de exiliados españoles a México; pero esta situación dio un vuelco cuando el dominio de las tropas franquistas se consolidó en la mayor parte del territorio español. Entre el 26 de enero —a un día de la caída de Barcelona— y el 9 de febrero de 1939 —cuando los nacionalistas cerraron definitivamente la frontera catalana—, más de 500 mil españoles, primero civiles y militares heridos y luego soldados republicanos, se vieron obligados a atravesar la frontera hacia Francia. Tras un penoso viaje desde los Pirineos hasta las costas mediterráneas francesas, los refugiados fueron conducidos a centros de control. Sin embargo, estos espacios fueron pronto rebasados y el éxodo republicano tuvo que ser confinado en improvisados campos de concentración, carentes de instalaciones adecuadas para albergar a tan elevado número de personas.


La publicación, el 13 de febrero de 1939, de la Ley de Responsabilidades Políticas, que penalizaba a todos aquellos que se hubieran opuesto y se opusieran al “movimiento nacional”, puso a los refugiados en la disyuntiva de elegir entre volver a la España fascista (y enfrentar la predecible represión gubernamental) o padecer la penuria de los campos de concentración. Afortunadamente, en mayo se vislumbró una tercera alternativa: viajar a México.


Desde 1938, el embajador de la República Española en México, Félix Gordón, comenzó a gestionar el apoyo del gobierno cardenista para recibir a sus compatriotas y permitir que pudieran trabajar libremente en nuestro país en caso de una evacuación masiva. Sus esfuerzos surtieron efecto en marzo de 1939, cuando México inició los trámites para que los refugiados españoles salieran de los campos de concentración franceses. Desde principios de mayo comenzaron a llegar al puerto de Veracruz los barcos Siboney, México, Isere, Orizaba y Flandre con reducidos contingentes de exiliados.


Pero las autoridades republicanas y las mexicanas tenían pensado organizar un plan de evacuación mayor; de modo que, tras seleccionar y preparar las listas de los refugiados que deseaban viajar a México, fletaron un navío capaz de trasladar, lo más pronto posible, a cientos de exiliados al otro lado del Atlántico: el Sinaia.


Los seleccionados llegaron desde los campos de concentración al puerto de Séte el mismo día de la partida, el 23 de mayo. Agobiados por el sufrimiento, el hambre y la derrota, se embarcaron hacia un país que la mayoría de ellos desconocía, pero que tendía la mano ofreciendo solidaridad y esperanza. Campesinos, obreros, artesanos, profesionistas —junto con sus familias—, separados por origen geográfico, formación, posición económica previa, posturas ideológicas, etcétera, iniciaron un viaje que terminaría por hermanarlos en tierras extrañas. Algunos nombres que podían leerse en la lista de embarque ya resonaban o serían conocidos más tarde en diversos ámbitos, tanto en México como en España: Pedro Garfias, Tomás Segovia, Ramón Xirau, José Gaos, Eduardo Nicol, Adolfo Sánchez Vázquez, Julio Mayo, Manuel Andújar y Benjamín Jarnés.


Durante las tres semanas de travesía, incómoda y perturbadora, el nombre del barco se reprodujo: nació un nuevo pasajero, una niña que se llamaría Susana Sinaia Caparrós Cruz; a los pocos días de iniciado el viaje, también apareció el periódico de a bordo, Sinaia, elaborado por un entusiasta grupo de pasajeros, en el que se incluían noticias del mundo (recibidas a través de un aparato de radio), entrevistas e información acerca de México.


Finalmente, el martes 13 de junio a las 5 de la tarde, el Sinaia atracó en el puerto de Veracruz. El gobierno mexicano, sindicatos y diversas asociaciones, prepararon una recepción apoteósica en la que participaron más de 20 mil personas. Para todos los pasajeros, ese emotivo momento significaba el comienzo de una nueva vida.


El puente entre los campos de concentración y México se extendió durante los meses siguientes: el 7 de julio arribó a Veracruz el vaporIpanema, con 998 exiliados a bordo, y el 27 de mismo mes el Mexique trajo otros 2 mil 200. Desde 1937 hasta 1942, se calcula que llegaron a México cerca de 22 mil refugiados. El proceso de incorporación y arraigo a nuestro país, así como su legado, aún vigente, son un capítulo excepcional en la historia contemporánea de México. 




Por Luis Enrique Moguel Aquino 

Investigador del INEHRM